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  • Foto del escritorJuan David Pérez

La aldea del purgatorio

Actualizado: 24 feb

Jordán Sube, Santander es un municipio donde el aura invisible y ficticio de los fantasmas y las almas puede sentirse con más fuerza que la presencia de los humanos. Es un lugar colonial olvidado entre las montañas. Y aquí se recogen la mayoría de mis observaciones.


Por Juan David Pérez

1.



Las solitarias dos calles de Jordán están sumidas en un enclave grandilocuente. Las elevadas montañas del Chicamocha son capaces de ocultar, hasta el fin de los tiempos, un municipio triste y caluroso, lleno de tinieblas y melancolía. La gloria sobra en el ingreso. A través de la carretera a la gran capital santandereana, aparece disimuladamente, como si fuera un secreto, a la izquierda, la trocha que conduce a Jordán. Es su camino principal uno peligroso. Lento. El velocímetro no es capaz de aumentar, siquiera, los 10 kilómetros por hora. Es esa una empresa imposible, mortal. La explican las cruces que, decoradas, reposan al centro de sus curvas cerrada: el homenaje a los caídos.


Mientras el desaliñado camino busca encontrar, acaso, alguna suerte de localización, el aire empieza a secarse. Y el clima, con la claridad del medio día, se sabe enfadado. Entonces sube la temperatura y así el día se sobreexpone y el sudor surge entre los cuerpos y la ensoñación se convierte en un objetivo y la vida se vuelve ardiente, como si se deseara demostrar, quizá, que el imaginario del infierno es real y la vida en El Chicamocha no es más que una mera significación.


La trocha desciende. Desciende sobremanera. Y cuando la maleza no oculta al cañón, cualquiera podría observar las maravillas de los accidentes naturales. Porque eso es lo que es: un accidente legendario que condujo a la inevitable creación geográfica de estas montañas altisonantes. En un momento dado, decidí detenerme. Observé. Había una cascada bullosa, blanca y nítida. Y en esa quietud, brindada únicamente por la paz, pude escuchar sin esfuerzo alguno a las chicharras, a los monos aulladores y a las perdices. Y sin humanos, sin seres de puro raciocinio, recibí la mejor de las bienvenidas.


El pueblo de Jordán es particular. Inusual, si se quiere. Sus habitantes no se concentran en su casco urbano. A la mayoría de los 1089 pobladores les rodea la ruralidad. De modo que abajo, al fondo del cañón, junto al río, no hay más que abandono y soledad. La zona es fértil para todos: cultivos enormes de tabaco y limón; vacas, toros y cactus cuya aura lo convierte en, diría, un entorno desértico. Aquí, hay el peor de los calores: en pleno descenso se produce una suerte de asfixia agotadora. Ni los árboles más verdes y abundantes son capaces de oxigenar esta tierra picante. “¿Cuál sería el propósito de irse de las veredas al municipio, si en pleno campo existe la vivienda en plenitud?”, me pregunté.


Así es el olvido. Y así pululan los fantasmas.


***


Jordán es tierra de turistas. De ricos aristócratas. De voyeurs pretenciosos. Jordán es tierra de bumangueses desocupados, de extranjeros mochileros. Pero no será, al menos por ahora, tierra de sus pobladores. Es un pueblo de coloniales arquitecturas. De fachadas desgastadas, sucias y abandonadas. Las lluvias de siglos acabaron por ensuciar las casonas. Y ya desprenden manchas cafés. Jamás podrán limpiarse. Serán su marca. Su pasado. Para siempre.


Abunda el silencio humano. Ese bullicio de las maquinarias, de la música, de la voz, después de la 1:00 p.m., deja de existir. No hay almas fuera. Acaso la de los fantasmas. Pero esa no es más que una leyenda sin sustento.


El municipio no tiene gracia, me temo. Es solo un concierto de casonas derruidas, distribuidas por calles de piedra y placa huella. Una arboleda central, que divide los carriles de la carretera —que no se usan mucho—, acoge a los viajeros. El primer hogar visible se sabe rasgado y viejo. Aunque ya no es un hogar. Ya no más. Porque está descuidado, rasgado, café.


Jordán, el cementerio de las casonas.


Por los lados de la calle principal surge el único centro médico del pueblo. Allí no residen los doctores de planta. Solo Leidy, la enfermera. A la derecha él, una casa multifunciones: la tienda estrella de Jordán y un almorzadero. En su fachada se ven, amontonadas, las petacas de Póker y Águila que jamás serán bebidas, porque están al clima y ningún ser cuerdo atacado por estas llamas ardientes tendría el aberrante atrevimiento de tomarse una cerveza caliente que ni cumple con refrescar ni matar la sed. Para lo único que hay población suficiente es para armarse una juerga de alcohólicos. La cotidianidad funciona de la sigueinte manera: si no trabajan, beben…, o fuman.


Las calles no poseen números. Y si alguna vez los tuvieron, ya no están o se difuminaron con el inescrutable paso del tiempo.


Más al fondo, al centro del Jordán diminuto, por el parque, se ubica la Alcaldía. Con su alcalde, por supuesto. Pero está sumamente ocupado en sus cultivos como para atender las necesidades de un municipio deshabitado. Cerca, dos fachadas después, faltaría más, hay una iglesia carente de feligreses. Una iglesia decorada, esculpida y pensada para ser visitada, pero ya nadie la visita. Nadie ora allí. Y la soledad se convierte en el tormento.


El parque, a ratos, reúne a los pocos jordanenses. Aun así, en cualquier momento que se me pregunte, no importa la hora, responderé igual: tengo la leve sensación de que, en medio de aquel lugar verde y fantasmagórico, era yo el único que se sentaba en sus bancas. O acaso el único ser vivo en Jordán. Da igual. En el centro del parque hay una fuente. Detrás, una imagen de la virgen María y el niño Jesús.


Está el Puente Lengerke, claro: el cruce del Río Chicamocha. “El primer peaje en el país”, me dicen todos con orgullo. No hay mucho más de lo que sentirse orgulloso, en todo caso. Imagínenselo como un puente de, casi, doscientos años de historia. Es la atracción de los turistas: donde surgen las cámaras telefónicas. El postureo. Las publicaciones en redes sociales. Los caminantes sudorosos. Donde conviven, como si la tierra fuera suya, los gringos y los franceses y los belgas y los holandeses y los canadienses… Tal vez sea cierto, este enclave escondido les pertence a ellos. A ningún otro.


Poco más: una posada sin huéspedes y una estación de Policía donde los crímenes, más bien, son una cuestión de lugares más habitados. Pues a los fantasmas la ley no los castiga. No la de nuestro mundo.




2.



Bitácora y observaciones de Jordán




Domingo, 7 de mayo de 2023. Día uno.



11:00 a.m.


Abunda el silencio.


La aldea está atrasada en el tiempo. Llegue aquí hace poco. Y si yo no llevara estas prendas casuales —que, desde la distancia, le hacen saber al jordanense más receloso que soy yo un foráneo, un intruso furtivo—, me sabría en la época de La Gran Colombia, seguro: me habría hecho pasar por joven granadino, por un criollo. Sería, digamos, de los primeros habitantes de Jordán. Y habría mandado a construir la primera casa en barro y caña brava.


No me parece que Jordán haya cambiado mucho desde entonces. El desgaste es evidente. Pero no hay evolución: la modernidad arquitectónica se sabe muy lejana, y el único resquicio del siglo XXI es el celular. El calor, ya sea en el XIX o en el XX, le pertence a la constante universal.


Necesito respuestas.


11:25 a.m.




Me encontré con uno de los habitantes más antiguos de Jordán, me atrevo a decir. Si la vida pudiera medirse con un reloj de arena, y que mientras menos hubiera, la vida culminara, parecido esto a un presagio de la muerte, a ese hombre ya se le iba a acabar. Le quedaban de pie un par de dientes. De modo que el seseo le costaba. Y su acento resultaba ininteligible. Pero algo logré entenderle. A su lado había un burro café, de flequillo castaño, su compañero de trabajo. Lo tenía amarrado a un árbol. Para que no se le escapara, tal vez. En su lomo tenía un montón de hojas secas, y una maleta de hilos bordados. No me atreví a preguntarle su nombre, pero sí su edad:


— Yo tengo setenta uno — me dijo. Por estos lados, llego a pensar, se juega con otras reglas, con otros dialectos. La “y” que le sigue a la primera cifra de la edad, de plano, al jordanense le parece innecesaria.


Yo estaba con ganas de hablar muchísimo y aquel hombre con ganas de irse a descansar. Se lo merecía.


— Me tengo que ir. Vengo desde Los Santos. Ya voy pa’ la casa.

— ¿Y cuánto se demora en venir desde allá hasta acá?

— Desde Los Santos hasta llegar hasta acá tres horas.

— ¿¡Tres horas!? —me sorprendí. A Los Santos, en carro, no son más de 15 minutos. Concluí que era de la zona rural.

— Sí ‘eñor. Estoy cansado. Llevo levantado desde las 2:00 de la mañana. ¡Esta es mucha fatiga dura pa’ uno! —dice—. Bueno, nos vemos. ¡Que la pasen bien!

— ¡Hasta luego!


Y se fue.


¡Qué mala suerte! Me hubiera gustado hablar con él por más tiempo. Así sabría mejor qué ocurre en Jordán, y por qué me rodea tanta tristeza, tanta soledad. Desconozco si es el tiempo el causante de este ambiente infeliz y ensimismado. Si es el olvido o si es ya algún estadio mayor dentro de mi psique deprimida. Pronto sabré algo.



***



En la calle principal, pocos minutos después, vi a unos obreros. ¿Para qué tanto obrero, si nadie vendría a admirar su trabajo final? “Tiene sentido que ellos sean los únicos que se la pasen por acá”, quise pensar. Pero sólo había sudor en el origen de mis pensamientos, en la superioridad de mi persona. El calor era abrumador. Así que, trabajosamente, la única quimera que conseguía ganarle a la temperatura era la de beber una botella de agua congelada.


Decidí acercarme. Estaban ocultos entre las sombras, para no quemarse. Hablé con uno de ellos. Y me extrañó su acento: tenía reminiscencia costera, procedencia caribeña, como si fuera cartagenero o de alguna ubicación similar. Me confundí en demasía. ¿Cómo es posible venir desde tan lejos a este lugar infinitesimal y desconocido, si existen otros lugares más atrayentes? No había manera de saberlo. Por dinero, quizás.


El hombre conocía al señor de las respuestas.


— El Doctor le puede dar información — me dijo.

— ¿Es doctor?

— No, abogado ­—respondió—. Si quiere, espérelo un momentico.


Acepté. Pasados unos ocho minutos, y después de una llamada perdida, El Doctor lo llamó.


— ¡Cuéntelo! Acá en Jordán City, sí señor. ¿Uste’ qué? ¿Está en el pueblo o qué? Ahh… Venga, que acá lo necesitan para hacerle unas preguntas.


Es un hombre de mediana edad, ya canoso, pero, definitivamente, con la presencia campesina de un abogado ya cercano a la pensión. Lo saludé. Agustín Quiñones, se llama. Él es el jefe de los trabajadores. Reconstruyen una vieja casona para hacer de ella una vivienda. Le conté quien era: un joven e ingenuo periodista que quiere información para un reportaje sobre Jordán.


Y comenzó nuestra conversación.





11:55 a.m.


Tuve una charla satisfactoria con don Agustín. Es la fuente perfecta para mi reportaje. Sin embargo, él tampoco nació en Jordán. Aun así..., como si fuera de acá. Sabe del pueblo desde la niñez.


El pueblo arde a esta hora: treinta y un grados.


12:40 m.


Me doy cuenta de que el municipio sólo es un lugar de paso, donde el caminante descansa, bebe cerveza o Coca-Cola. Pero no es un hogar. No tiene cara de serlo. De ningún modo. Los domingos, según me cuentan en el almorzadero, son los únicos días que se ve gente. De resto, Jordán se convierte en tierra desértica, de cactus y carpinteros.


2:16 p.m.


Me hice en el parque en busca de un refugio. Ya no hay almas fuera. Me sumo en una ensoñación fantasmal. Y, dentro de ella, me acongoja un aislamiento tenebroso. Alcanzo a escuchar, solamente, el precioso canto de los pájaros, del agua chocando con la fuente, y la vegetación meciéndose con el aire. Me convierto en otra alma de Jordán, en un purgante de las tinieblas. Desaparezco del mundo.










3.


Viernes, 12 de mayo de 2023. Día dos.


Para enfrentar las tediosas ocho horas de camino y la ensoñación de la madrugada, resolví la importancia de conciliar el sueño. Dormí demasiado. Y así iba a poder, por supuesto, enfrentarme a la reportería reparado, con ánimos y expectativas… Grave error. En este oficio, suele presagiarse como mala idea crearse cavilaciones dirigidas al futuro.


11:00 a.m.


Llegué con Maikool, mi compañero. Nos turnamos el volante del carro. Él manejó más que yo. Lo noté cansado. El pueblo, como no mintieron sus habitantes, brilla por la solitud, por la simple desolación de la que fue víctima hace más de un siglo. Los pocos restaurantes, si es que se les puede llamar de aquella manera, no abren ni en sus “horas pico”. Sólo hay uno. Se acumulan los hambrientos del mediodía. Su gran mayoría, adultos que sobrepasan los treinta años.



12:15 m.


Entramos a almorzar. Comí carne, ensalada, arroz, frijoles y limonada. Y tuve la sensación de que allí, reunidos alrededor de las mesas, bien cabría toda la población de Jordán. No creo equivocarme. Si mi profesión, en lugar de la de periodista, fuera de censor del DANE, afirmaría que el 80% son hombres. Trabajadores o perezosos. No hay grises. El 20% restante lo componen las mujeres, quienes, para mi desgracia, no han escapado del brusco estereotipo de ser las cocineras, las meseras o las matronas del lugar.


Todos se conocen con todos. Parecen una familia, casi. Como un monopolio de sangre pueblerino. En el almorzadero suena de fondo el televisor con las noticias de las 12:00. Agustín, mi primer contacto acá, parece ser el hombre más famoso del municipio. Aunque no es muy difícil serlo. Se sentó a mi lado en el almuerzo.


— Cuando vaya a la Alcaldía, pregunte por Isabel.

— Y esta Isabel… ¿qué cargo tiene? — le dije. Un gato se me acercó. Quería que le diera algo de comer.

— Ella es como la Secretaria de Gobierno. El alcalde nunca está, así que ella es como la que manda por acá.


No me extrañó. En Jordán, podría gobernar cualquiera.


12:52 m.


En el parque, los trabajadores descansan. Se juntan para hablar. Ríen, molestan, fuman. Algunos sacan su parlante y ponen música. Es su tiempo libre.


La sombra es el único lugar seguro. La mejor de las amigas. Porque el sol es todo lo contrario: un rival que asfixia, jadea, quema y agota. En el pueblo, durante el pasar del tiempo, uno ya adquiere la costumbre de enjugarse la frente de sudor.


1:05 p.m.


Se les acabó el tiempo de descanso. De regreso al trabajo. Ahora que la tarde inicia, me surge la curiosidad de conocer la noche. Me la imagino tenebrosa. Mi compañero decidió irse a dormir. Sensato.


2:30 p.m.


Dejé mi libreta en medio del parque. Nadie me la robó. Ni los fantasmas. Salí a explorar. Jordán es nimio, diminuto, ínfimo. Habré dado mil vueltas por el mismo lugar. Por eso habrá quedado en el olvido. Muy pocos se atreverían a venir acá sólo para observar un puente de piedra y una decena de casas a demoler. Da igual si por allí cruzaron los arrieros o el mismísimo Simón Bolívar, este pueblo sufre de la enfermedad del olvido, y no tiene cura conocida. Su destino es la muerte. Y nadie recordará la leyenda de Jordán, el próspero municipio de los fantasmas santandereanos.


Resalto una de mis excursiones: descendí al Río Chicamocha. Su cauce es claro, tranquilo, fuerte y parsimonioso. Hay en él una quietud, un sosiego inolvidable. Únicamente se oye el choque del agua contra las rocas, pues ni las almas suelen cruzarse por su camino. Me senté en una de sus rocas. Contemplé el cañón; tuve esa inusual capacidad de sentirme infinito, ligero, efímero. Yo era viento: la presencia invisible y poderosa. Habré estado allí un par de minutos o diez, treinta o cuarenta. Daba igual. El viaje fue exclusivo, mío. Pero pronto abrí los ojos. Y supe que debía seguir con mi trabajo.


***


La eucaristía en mi ciudad es sagrada. A las 8:00 a.m. hay misa; también, al meridiano; y nunca se pierden la de las 6:00 p.m.; pero en Jordán no ha habido ninguna desde que me muevo por sus calles. ¿Cuál será el propósito de esta iglesia para el lugar de la soledad? Los fantasmas hace rato que vagan por el purgatorio. No necesitan de Dios. Y ya nadie reza por ellos.


Debo hablar con el sacerdote.


En esta iglesia se ven todos los lujos. Aunque los ventiladores han tenido que reemplazar al candelabro. El altar es excéntrico, las imágenes de Jesús, nítidas, y ni que decir tiene de las esculturas, inmaculadas de detalles. “In hoc signo vinces”, dice una inscripción de la iglesia: “En el signo vencerás”. Pero el pueblo ya fue vencido en la guerra del olvido. Y el signo del Padre se ha perdido entre las montañas del Chicamocha.


La catedral se convirtió en mi refugio. Aquí el calor no llega. Reina la paz.


4:55 p.m.


A pesar de que la Alcaldía estuviera cerrada después del mediodía, logré hablar con Isabel. Pero no hubo mucha suerte, desgraciadamente. No quiso darme información. “Ustedes (los periodistas) tergiversan la información que les brindamos”, alegó. Añadí que nada de eso iba a ocurrir. Que todo estaría grabado. A pesar de mis intentos de persuadirla, dijo: “Así muchísimo menos. Ya he dado entrevistas. Ya me ha pasado”.


Me sentí frustrado. Me abrigó el calor de la triste y de la depresión. Deseaba la información. Más aún, sentía que iba a tener éxito en la entrevista. Pero todo cayó de bruces al suelo. Y yo lo único que hice fue recostarme en el auto y mirar hacia el techo y evitar que las lágrimas no cayeran. Intenté levantarme. Intenté que su negativa no me destruyera, que no me volviera a dejar en cama, desaliñado y sin ánimos. Así es el periodismo, lector. No siempre se consigue lo que uno quiere.


6:20 p.m.


El sol cayó. Ahora la noche es una constante. Y el azul oscuro es el color que impera y penetra en este cielo nublado. Las gentes regresan al pueblo. Se vislumbra más lleno. No mucho, en todo caso, pero es notorio. Me hace pensar que las personas se olvidan de Jordán, lo omiten, lo obvian cuando el sol abrasa, y arriban apenas deja de llamar. Pero no deja de hacerlo. A esta hora el calor es moderado: coquetea con los 23 grados.


Los niños andan en moto… Vi a uno pasar en una de ochenta centímetros cúbicos de cilindraje, con el aplomo de la experiencia, que se convierte en lo que en mi lengua llamamos ordinario. Las familias también se acomodan: hay dos plazas para cinco. Y a Jordán ya se le permitiría llamarse “el desierto habitado”.


***


Me di una vuelta por el centro de salud del municipio. Leidy, la única enfermera que atiende en Jordán y que, para variar, no es jordanense, nos atendió. Su consultorio le pertenece al cielo. Tiene aire acondicionado. Corrían por él unos dieciséis grados apacibles, y no pude evitar extrañar a mi Bogotá y sus frías ventiscas. Leidy me contó que hasta los médicos se aburren. No hay nada por hacer. Porque la gente no se enferma. Van, sí. Pero sólo por medicamentos o inyecciones. Los turistas necesitan más de ella. Se lesionan en las caminatas. Y necesitan de alguien que les atienda sus heridas. Hoy sólo acudieron dos personas por sus servicios. ¡Dos!


Tuvimos una buena charla. Me aclaró bastantes situaciones del pueblo que Agustín ya me había relatado. Es buena fuente. De hecho, nuestra conversación fue satisfactoria en sobremanera. De modo que me parece apropiado perfilarla y convertirla, en fin, en una de las grandes voces de mi relato.





***


Aún me frustra lo de Isabel… Debo decirlo. El rechazo puede lograr penetrar cicatrices ocultas. Muy a mi pesar, nunca he logrado acostumbrarme a ese dolor. Mi razón siente una punzada carmesí, una herida blanca que cala con mucha fuerza por los nudos más recónditos de mi ánimo. Y por más que desee recuperarme, suele costar un mundo. Pero la noche tiene que sanarme.


8:00 p.m.


Para enfrentarse a los fantasmas, la administración de Jordán fue muy inteligente: alumbró todo el lugar, como si la luz fuera un veneno capaz de espantar a los fantasmas, como la kriptonita para Superman o las estacas para los vampiros.


Hay algo que sí debo admitir como amante de la noche: el pueblo se sabe bello, colorido, acogedor.




4.


Sábado, 13 de mayo. Día tres. Final del camino


8:00 a.m.


Desperté hace una hora, a lo sumo. Y ya debo disponerme al trabajo. El lugar donde pernocté, La posada del caminante, la dirige Isabel. Pero cuando hube salido de mi pieza, ya no estaba. Creí en la posibilidad de una segunda oportunidad. No ocurrió.


Pronto debía irme, pues el dinero se agotaba. Y el tiempo también.


El clima no deja de odiarme. No me aterra decir, por ventura, que el calor de las mañanas es incluso peor que el de las tardes. A los pocos minutos de mi despertar ya me encontraba yo con la cara aguada.


No hay nada nuevo: soledad y más soledad.


***


No hubo misa. ¿Es que a nadie le importa visitar la casa del Señor? “Igual —pienso— ¿para quién sería la misa? No hay asistentes”. Cuando le pregunté a Leidy, me dijo que el jueves pasado habían hecho eucaristía, pero que solo fueron tres personas. Será ese el quórum, imagino.


He tocado varias veces la puerta del padre. Nada de él, hasta ahora. El panorama me asusta, no miento...


9:30 a.m.


Después de tocar en repetidas ocasiones el garaje del padre, donde en el interior estaba su Renault Duster, decidí volver a entrar a la iglesia. Nadie quería abrir. Y alguien me dijo que se encontraba en la casa cural.


Entré.


Me introduje con el padre de la manera más formal posible.


10:00 a.m.


El párroco no supo darme respuesta de nada. Llegó hace poco más de cinco meses al pueblo. Parafrasearé: no tiene ni idea de si este olvido apabullante es producto de una maldición, un dato que yo, antes de venir a Jordán, leí en los periódicos. Dijo que iba a averiguar. Que no se comprometía. Y yo, por desgracia, no tenía tiempo y si él encontraba algo, seguro, hubiera sido demasiado tarde y el lector no tendría la oportunidad de enterarse.


Entonces renuncié a saberlo. Renuncié a este rumor. Renuncié a este chisme absurdo. Aquí no hubo tal cosa. Renuncié a las maldiciones, a los fantasmas y los rezos. Renuncié al Evangelio y a los altares. Renuncié al sacerdote. Renuncié al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Renuncié a todo. Me rodeaba la desdicha y el pesimismo; y el oficio nunca más me sonreiría en esta aldea del purgatorio. No me quedaba de otra que partir a la ruralidad.


11:00 a.m.


La fortuna es esquiva, lector. Al menos para mí. No resplandece en mi aura el poder de la suerte. El temor a la sociedad, que me perturba, además, no es muy bien recibido. Y tampoco fui bien recibido por los jordanenses. No hubo uno que, en mi subida, no me observara con odio, con el ceño fruncido o con una intranquilidad significativa. Logro comprenderlo. No soy de Jordán. No soy, siquiera, santandereano. Vengo de una ciudad a ocho horas de allí. Y nadie me conoce. Era casi obvio que la confianza no existiera.


Así que me vi en la temprana obligación de despedirme de Jordán. No sin antes agradecer lo conseguido, y valorar este viaje como la primera de mis aventuras. Me sentí frustrado, melancólico e inútil. Pero también profesional y ligero. En Jordán me convertí en fantasma, viento, conversador y periodista. Fui una perdiz y un cactus. Fui sombra e iglesia. Fui calor y sudor. Fui una trocha de tierra hundida, y también camino de piedras. Pero acabé convirtiéndome en un cronista y narrador.


Esto fue Jordán para mí, apreciado lector.

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