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  • Foto del escritorJuan David Pérez

El pesado sentimiento de soledad

Actualizado: 24 feb

Ser enfermero es una vocación para con la gente: ve su trajín, en un sitio dado, con la fiel compañía de un sitio con humanos, a quienes dar resguardo y sanación. Esta definición, para Leidy Patricia Jaimes, resulta inexistente. Porque los seres de la razón más bien escasean.


Por Juan David Pérez.

5:45 p.m. Día dos.


El amarillo caluroso de la atmósfera ha conseguido enrojecer mis pómulos. Lo ha hecho sin demora. Sin asco y sin esfuerzo. Y aquí, cuando me siento sudado y eso me enfada, me llega la idea de que el concepto de hábitat también puede atribuírsele a los seres humanos. Se deberá a que mi cuerpo le pertenece a las alturas. A las frías y pueriles montañas de la Cundinamarca neblinosa. No aquí. No en esta tierra acurrucada y baja. Porque el calor me destruye. La garganta no demora en secárseme. Y a mí, un nostálgico aburrido, me entra el gélido recuerdo de una Bogotá recién levantada que deja entrar dentro de sí las ventiscas del páramo.


Pero es sólo una reminiscencia. Una quimera absurda. Que surgió, digamos, en un momento febril y soporífero.


La boca babeaba y Maikool y yo estábamos desde la mañana en plan de darle todo nuestro dinero a la tienda que nos da refresco. Esta vez, no fue diferente:


— ¡Buenas! —grita Maikool.

— Esta gente va a pensar que nos la pasamos sedientos todo el rato — le dije.

— Bah, no creo.


Llegó el dependiente.


— Señores.

— ¡Buenas! ¿Me da una Coca-Cola y…? ¿Usted qué quiere, Juancho? —me pregunta.

— Uy… —cavilé por un instante. No soy para nada un alcohólico. Pero, siempre que tengo sed, me llegan las palabras de mi padre: “Una para la sed, hijo”. Entonces le hago caso por primera vez y me convierto en un “hombre”—. Deme una cerveza. Fría, por favor.

— Bueno, señor —concluye el dueño del frigorífico.


Retrocede algunos metros contados. Abre la nevera. Saca la Coca-Cola. Saca la cerveza. Las destapa. Y nos las entrega. Mi primer ademán fue el de pegarme la botella en el rostro, como si de un cuadro de hielo se tratara. La bebí. Y hasta parece que no la hubiera disfrutado. Me la terminé al instante.


Con la botella en mano, alcanzamos a notar —a pesar de nuestro empeño por seguir ocultos entre las sombras— que por nuestras narices se cruzaba una figura femenina, de ropas rosadas, de ropas inconfundibles: era la enfermera de Jordán. Ambos lo sabíamos. No había lugar a dudas. Pero fue tanta nuestra sorpresa, que nuestros cuerpos sufrieron de una parálisis monstruosa.


— Deberíamos ir al consultorio y esperarla allá. No creo que se demore —le agregué.


Aguardamos, acaso, unos cinco minutos. Y yo me había equivocado.


— Hola —dije—, ¿trabajas en el centro médico?

— Sí, señor —todos suelen ser muy formales.


Me presenté. Le conté que me gustaría hacerle un par de preguntas. “Soy bastante nueva, llevo apenas un mes y medio acá”, me contó. Pero yo no le vi importancia alguna. Y aunque estuviera un poco apenada, nos hizo entrar. El centro médico es la traducción perfecta de Jordán. Un lugar solitario; una sala de espera pensada para el público, pero nadie se sienta; y unos baños que nadie usa y unos avisos de higiene que nadie lee. Es el consultorio el único lugar que emana luz, el único lugar en el que el clima apremia, y en el que uno puede sentirse fresco. Fue allí donde se dio nuestra entrevista. Me senté frente a su escritorio, como en cualquier cita médica, aunque en esta soy yo el que realiza las preguntas. Detrás de mí, una camilla. Y a mi izquierda, un par de elementos médicos. Poco más.



La sala de espera del centro médico


Resaltó sus tareas. Es auxiliar de enfermería Lleva a cabo todas las labores de su oficio: aplicar jeringas, curar heridas, vacunar y crear jornadas de prevención de enfermedades. Esto se cumple, la mayoría de las veces, cuando acude el médico de Aratoca, el municipio más cercano. Los jueves, únicamente. “De resto, se mantiene abierto el puesto de salú. Pero, por lo general, casi no se presenta nada”. Su acento santandereano me recuerda a un micrófono, a una bulla amplificada. Aun así, logré sentir una acentuación en la última letra. Esa “nada” me hace pensar que lo dice en serio, y que el aburrimiento en su oficio es una variable continua.


En Jordán —me cuenta Leidy— no hay urgencias. Si a alguien el cuerpo lo castiga y necesita ir al hospital, deberá desplazarse a Aratoca. Son 40 minutos en ambulancia. Deberán cruzar por la trocha. Y si la vida se acorta, si la vida necesita de oxígenos, de atención veloz, me apena decir que la suerte estaría echada, porque no hay un doctor en este enclave deprimido. “Aun así, la gente es muy prevenida —añade—, si saben que se sienten mal, no tardan en pedirle ayuda al hospital de Aratoca.


Hice la pregunta del millón:


— Entonces…, por ejemplo: hoy, viernes, 5:00 de la tarde, ¿podrías hacer un conteo —yo ya premeditaba un número pequeño, aunque no tanto— de las personas que han venido acá?

— Han venido dos personas —Empezó Leidy a explicar, con ganas de soltar una risa sarcástica—. Pero han venido porque, luego de ir a médicos particulares, les duele x o y cosa, y traen el medicamento para que se lo apliquemos. Ellos traen su fórmula. Paciente que no traiga fórmula, no se le pone medicamento.


Y durante nuestra charla, me surgió la inquietud de los habitantes de las zonas rurales, y si acudían ellos también al hospital. Su respuesta, quizá, no la vi venir. “Ellos vienen más que todo por citas. Como le digo, acá casi no viene nadie”, suelta la afirmación de la verdad. Yo sólo conseguí cavilar, o acaso disociar, despersonalizarme y perderme de la charla, apenas recibir su respuesta. Y ella rio. Y yo solo pude concluir las formalidades y darle las gracias.


Nos acompañó a la salida. Pero Leidy no tenía nada mejor que hacer —y con justa razón, no pretendo juzgar— que seguir con nosotros. Nos quedamos los tres fuera del consultorio. Y me dijo que se aburría sobremanera, que no aguantaba el silencio de estas tierras y que le atemorizaba que esto fuera así siempre. Entonces, para matar el aburrimiento, suele ir a misa, hablar con quien se encuentre —suele ser el padre— y dejar que el tiempo siga y su jornada termine. Duerme en el mismo centro médico, para mi sorpresa, donde hay una cocina y un lugar para acostarse. “Porque me sale en 300.000 pesos la estadía. Y eso me quita todo el sueldo”, me dice.



Consultorio de Leidy


Conversamos hasta que el sol se puso y la tarde se azulaba. Agradecía nuestra compañía, porque no había nadie con quien hablar. E, incluso, hubo un momento en que Leidy observaba, extrañada, a Maikool, mi compañero: “Yo a usted lo habré visto en algún lado. No sé dónde”, le contaba. Pero él no la recordaba; por tanto, yo resolví que había sido un malentendido y ambos tenían rostros bastante comunes.


Era ya la hora de la cena. No vaya a ser que todos los habitantes de Jordán nos dejaran sin comida, pues son muchísimos —bromeaba— y los restaurantes no dan abasto. Nos despedimos. Ella regresó al centro médico, tal vez con el deseo de rencontrarse con su hábitat. Y nosotros nos fuimos en busca de hidratación. Porque ya la sed había vuelto a atacarnos, y necesitábamos buscar un poco de frío para, quizá, poder enfrentar la resequedad de nuestras gargantas.


***


Miré hacia atrás, mientras ella abría, acaso con una mísera melancolía que sólo recorre las mentes más atormentadas, y sentí una ligera desventura. Es este un lugar muy solitario, ¿sabe, lector? El devenir en estas tierras es sumamente escabroso, y sólo las personalidades más ensimismadas disfrutarían, de pronto, la convivencia. Pero Jordán no es para Leidy. No soportaría el peso de la soledad por mucho tiempo; es una cuestión dolorosa. Me gustaría pensar en que Leidy pronto consiguiera escapar de las garras tenebrosas del municipio, y se supiera rodeada de una sociedad que la necesite, y pudiera, en fin, cumplir con su oficio de la manera que a todos los ajenos nos gustaría recordar.



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